Acrisio, muy preocupado por el oráculo -las profecías y los designios de los dioses no eran un tema para bromear-, tomó una drástica decisión para evitar que éste se cumpliese: resolvió no permitir que su hija se casase y cuidar de que permaneciese virgen. Para esto, la encerró en una habitación y prohibió que hombre alguno se acercase a ella.
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Cuando Acrisio tuvo noticia del embarazo de su hija, no sintió precisamente alborozo al pensar que iba a ser abuelo, sino que montó en cólera y llegó a culpar a su hermano de lo sucedido, puesto que no se hallaba dispuesto a creer que el niño que su descendiente llevaba en el vientre era hijo de Zeus.
Así pues, aguardó pacientemente a que Dánae diese a luz y, en un gesto de inusitada crueldad, ordenó que madre e hijo fuesen encerrados en un arcón de madera. No mostró un ápice de piedad hacia la pobre muchacha, y el mueble, con sus dos familiares dentro, fue arrojado a las aguas del mar donde, suponía Acrisio, ambos se ahogarían y nadie amenazaría ya su trono.
Los designios de los dioses eran distintos. Dánae y su bebé, Perseo, tuvieron la buena fortuna de que unos pescadores hallasen la caja con ambos dentro y los rescatasen. Después de esto, fueron llevados al lugar del que procedían los pescadores (reino de Sérifos), donde se hospedaron en el hogar del dirigente: Polidectes. Éste no tardó en tratar de seducir a la joven Dánae, fingiendo estar enamorado de la princesa Hipodamía. Fue entonces cuando Perseo, imitando a los que le ofrecían regalos para que conquistase a la bella princesa, le prometió traerle la cabeza de la gorgona Medusa. Polidectes no cupo en sí de gozo: de todos eran sabido que aquella misión era imposible de cumplir para un mortal. Pero Perseo era el inteligente hijo de un dios.
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